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El punto de encuentro de la cadena agroalimentaria

Periódico Digital Qcom.es: El punto de encuentro de la cadena agroalimentaria

30 DE abril DE 2025

El día que se apagó el mundo y el campo siguió arando

Rubén Villanueva Díaz-Parreño. Responsable de Comunicación COAG y Jefe de Prensa foro Datagri
 
Por algún motivo que los técnicos explican con siglas y los políticos con rodeos, ayer se apagó España. Un apagón de esos que parecen sacados de un ensayo de Isaac Asimov o, si se prefiere un tono más castizo, de una zarzuela de Arniches pasada por la distopía. Sucedió el 28 de abril, aunque ya hay quien lo llama con cierta solemnidad el Día del Gran Apagón, como si fuera una efeméride que mereciera estatua en alguna plaza del extrarradio madrileño, entre una churrería cerrada por falta de luz y una gasolinera que, por supuesto, no funcionaba.

En las ciudades, el caos. Semáforos en huelga, transportes paralizados, escaleras mecánicas detenidas como mulas testarudas. Oficinistas atrapados entre plantas de cristal sin poder salir, como náufragos sin isla. Hubo quien tardó ocho horas en llegar a casa, una odisea moderna sin cíclopes pero con Uber.

La vida urbana, esa gran sinfonía de cables, pantallas y comandos de voz, mostró su fragilidad con la crudeza de una autopsia: bastó con que fallara el pulso eléctrico para que todo se detuviera, como si la civilización entera colgara de un enchufe mal conectado. No fue tanto una catástrofe como una revelación.

Pero mientras las grandes urbes caían de rodillas ante el altar del kilovatio perdido, en el campo se ordeñaban vacas. A la hora del apagón, en Parada de Rubiales (Salamanca), los agricultores preparaban el hornazo para el Lunes de Aguas sin notar más sobresalto que la elección del vino para acompañarlo. “Nadie le dio importancia”, me decía esta mañana José Manuel Cortés, ganadero y presidente de COAG Salamanca, con esa serenidad antigua que sólo otorgan la tierra y los amaneceres de sol y frio.

En La Mudarra, los aspersores regaban el trigo como si tal cosa. “Aquí, todo funcionó con normalidad”, dice David Garrido, con una mezcla de ironía y orgullo callado. Porque en el campo aún se manejan sistemas analógicos, tractores con GPS autónomos y generadores alimentados por gasóleo o placas solares. Es la paradoja de la modernidad que sobrevive gracias a lo primitivo.

Hubo un tiempo en que el progreso se medía por la distancia que uno podía poner entre su vida y la tierra. Hoy, en cambio, el campo emerge no como retaguardia del atraso, sino como un refugio frente a las hipérboles tecnológicas.

Allí, donde aún se habla con el vecino y la vida sigue su curso sin notificaciones, se demuestra que quizá no todo lo viejo es inservible, y que el verdadero lujo consiste en no necesitar nada urgente.

Este apagón no ha sido tanto un accidente eléctrico como una lección moral. Lo que falló ayer fue más que la red: falló el mito de la invulnerabilidad urbana. En una sociedad que ha delegado su autonomía al algoritmo, el agricultor que se auto-abastece (y abastece de alimentos a la ciudad ) se revela como un sabio estoico.

No deja de tener un aire de justicia poética que, en pleno siglo XXI, cuando todo se vuelve intangible, el porvenir se parezca tanto al pasado. Como escribió Cicerón en sus “Tusculanas”,la vida feliz es la que está conforme con la Naturaleza”.

Quizás haya que mirar más al campo, no como postal pintoresca para escapadas de fin de semana, sino como modelo de resiliencia y sobriedad frente a una modernidad que ha olvidado sus raíces.

El día que se apagó el mundo, el campo no necesitó encenderse. Siguió arando. Sin estridencias. Sin titulares. Como siempre. Como debe ser.

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