13 DE mayo DE 2025
Rubén Villanueva Díaz-Parreño. Responsable de Comunicación COAG y Jefe de Prensa foro DATAGRI
Dicen que en el futuro los agricultores serán hackers con botas. Expertos en Big Data, domadores de drones, estrategas del clima. Y, sin embargo, cada 15 de mayo seguimos recordando a un hombre que araba despacio y rezaba aún más lento.
San Isidro Labrador, santo de tierra humilde y milagros discretos, sigue siendo el improbable faro de un oficio que se reinventa sin hacer ruido. Porque sí: el campo español está cambiando. Y lo hace con una extraña mezcla de software y sabiduría antigua, de tecnología punta y manos que todavía saben leer la tierra.
Cuenta la leyenda que Isidro se ausentaba del campo para orar y, mientras tanto, unos ángeles lo suplían al arado. Una historia bonita, muy del siglo XI: los cielos cooperando con lo humano, la mística resolviendo lo práctico.
Hoy, los nuevos ángeles se parecen menos a querubines con alas y más a satélites con nombre propio, sensores de humedad, tractores que se guían por GPS y plataformas que cruzan datos meteorológicos con mapas de productividad.
El milagro ha cambiado de forma pero no de fondo: cómo hacer brotar la vida del suelo.
Y sin embargo, algo permanece. Hay algo obstinadamente noble en trabajar la tierra, incluso ahora. Quizá más que nunca. El campo ha dejado de ser un lugar de retorno o castigo, (aquella España vaciada que se susurraba con pena), para convertirse en silencio en un laboratorio de futuro. Aquí no se habla de disrupción, se practica. No se especula, se siembra. Es la vanguardia más inesperada.
Y lo más asombroso es que sigue siendo bello. El campo, incluso digitalizado, conserva su cadencia. Las estaciones no se pueden acelerar por decreto. El agricultor sigue mirando al cielo, aunque ahora lo haga también con una aplicación en el móvil.
Hay pantallas, sí, pero también amaneceres. Hay inteligencia artificial pero también intuición.
La tecnología ha llegado para quedarse pero no para borrar la humanidad del oficio sino para amplificarla.
El agricultor de hoy (y, sobre todo, el de mañana) es ya un profesional polifacético: tecnólogo, gestor, biólogo, mecánico… casi artista. Porque cultivar no es sólo producir. Es diseñar paisajes comestibles. Es cuidar del suelo con el mismo respeto con el que se cuida una biblioteca o un archivo. Es entender que en una hectárea de viñedo o de almendros cabe más futuro que en muchos discursos sobre innovación.
¿Y los jóvenes? Pues ahí está el verdadero reto. Romper el prejuicio. Derribar el estereotipo. Enseñar que trabajar en el campo no es retroceder, sino avanzar de otra manera. Que no es sólo vivir lejos del ruido, sino estar cerca de lo esencial. Que no se trata de elegir entre la ciudad y el campo, sino entre el ruido y el sentido.
Tal vez por eso San Isidro no ha perdido vigencia. Porque representa ese gesto de confianza silenciosa que aún necesitamos. Esa forma de fe sin dogmas que consiste en sembrar algo que no verás del todo crecer, pero que otros, quizás, sí cosecharán. Y eso, en tiempos tan líquidos y vertiginosos, sigue siendo profundamente revolucionario.
El campo español no necesita nostalgia. Necesita talento e ideas nuevas. Gente joven que no tema ensuciarse las manos mientras programa el futuro. Porque, al fin y al cabo, sembrar es eso: el último acto de fe en la inteligencia humana.
Posdata: si tienes formación tecnológica, visión emprendedora o simplemente la intuición de que quieres construir algo con sentido, el sector agrario te está esperando. Hoy, más que nunca, se buscan nuevos "ángeles" para ayudar a cultivar el siglo XXI. Y no hace falta volar. Basta con creer en la tierra.
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