27 DE enero DE 2025
Jorge Jordana. Ingeniero agrónomo y economista
Ricardo Migueláñez, director de esta publicación, asistió el pasado día 20 a un evento organizado por el Ministerio de Agricultura para conmemorar el trigésimo Aniversario de la Ley de Organizaciones Interprofesionales y, como conocedor de su largo proceso de nacimiento, me ha pedido que lo contara en unas cuantas líneas, porque realmente esa ley fue un empeño originalmente mío: empeño que nace en 1969, cuando el Ministerio de Agricultura estaba preparando la creación de los Mercados en Origen de Productos Agrarios.
Dos funcionarios de la Secretaria General Técnica, Antonio Herrero Alcón y yo mismo fuimos desplazados a los Países Bajos para conocer el funcionamiento de uno de sus mercados agrarios más emblemáticos: el mercado de subastas de flores de Aalsmeer, una localidad próxima a Ámsterdam.
Su funcionamiento era de unas dimensiones inimaginables y la organización era perfecta. Todas los géneros y variedades vegetales, sus colores y tamaños estaban codificados y en la sala de subastas, de forma permanente, se subastaban sin presencia de la mercancía, miles de toneladas de productos.
Nos contaban que las primeras subastas de madrugada se hacían con las flores que una hora después saldrían con la compañía SAS a Nueva York y allí llegaban para venderse por la mañana. Y esos envíos los organizaban también los mismos que gestionaban el mercado: una “productchap”, la United Flower Auction Aalsmeer, fusionada hoy en día con otros exportadores y transportistas de flores, formando una macro cooperativa con 3.200 productores y 2.300 empresas de servicios, bajo el nombre de Royal FloraHolland.
Una “productschap” (interprofesional) era una organización holandesa de Derecho público formada por empresas que procesaban la misma materia prima en etapas sucesivas; es decir, las empresas de una misma cadena de producción.
Tenían estatus de Derecho público con autoridad para recaudar tasas y establecer determinadas normas y, al mismo tiempo, funcionaban como órgano asesor del Gobierno.
Deslumbrado por su eficacia, deseé que en España se pudieran formar esas organizaciones, pero era inviable con el franquismo, pues ni siquiera había libertad de asociación.
Cuando llegó la democracia empecé el peregrinaje, solicitando su legalización a todos y cada uno de los ministros que se sucedían. La UCD nunca tuvo mayoría absoluta y tenia que hacer malabares parlamentarios. Jaime Lamo de Espinosa tuvo que comprometerse en la elaboración de una Ley de Contratos Agrarios, pedida por la COAG y, aunque entendió mi petición, no pudo impulsarla.
Por su parte, Carlos Romero fue aún más claro. En una cena, junto con el entonces presidente de la FIAB, Arturo Gil, y la directora de Industrias Alimentarias del departamento ministerial, Carmen Lizárraga, contestó a mi petición que no pensaba aceptar mi iniciativa, porque todo lo que consolidara la unión del sector iba contra sus intereses políticos. No se puede ser más claro, aunque no era original, pues seguía el patrón de Julio Cesar: “divide et impera”.
Pero sí me entendió Vicente Albero, que había sido director general de Industrias Agrarias antes de ser ministro y conocía la utilidad de esta iniciativa. Nos encargó al director general de Política Agroalimentaria, Josep Puxeu, y a mí la redacción de la ley.
¿Quién tiene derecho?
Los problemas a resolver eran quién tenía derecho a formar parte de una organización interprofesional y cómo poder extender el pago de una tasa obligatoria a las empresas del ámbito sectorial de la interprofesional, pero no participantes de ella.
Encontramos una similitud conceptual en la legislación aplicable a los convenios colectivos. Cuando un convenio colectivo es negociado entre una representación empresarial y su contraparte sindical, lo suscrito obliga a las empresas y trabajadores representados, pero si ambas partes tienen una representación que supera unos determinados valores expresados en su legislación, lo pactado obliga también a trabajadores y empresas de ese ámbito funcional y territorial, aunque no estén representados por las entidades firmantes. De la misma forma, su legislación definía el porcentaje mínimo de representación para poder exigir estar en la mesa negociadora.
La redacción propuesta fue aceptada por COAG y por ASAJA, pero no por la UPA, que temía no tener la significación requerida para formar parte de una interprofesional. No obstante, el proyecto de ley se aprobó en el Congreso y cuando se analizaba en el Senado, el ministro de Agricultura cambió y el nuevo, Luis Atienza, permitió la incorporación de una enmienda propuesta por el siempre eficaz secretario general de la UPA, Fernando Moraleda, para que todas las organizaciones agrarias “reconocidas” (las tres históricas) tuvieran el derecho de participar en una interprofesional, con independencia de su representatividad. Ello suponía, por ejemplo, que, en una eventual interprofesión de la anchoa, pudieran incorporarse a ella las organizaciones agrarias. La ley nació muerta.
Cuando en 1996 entra de ministra Loyola de Palacio, se elimina ese ultimo añadido y se pudo empezar a constituirlas, aunque ahora, a la vista de la trayectoria de esas organizaciones en España, dudo si fue una buena idea empeñarme tanto en su creación, pues ya han pasado 56 años de aquello y las “Productsappen” ya no existen en los Países Bajos.
La mayoría evolucionaron a formar grandes cooperativas, con dimensión europea o, como la de las flores, mundial, que defienden los intereses de la cadena de valor de un producto de forma unitaria y global. No sé si las nuestras están enfocadas en poder llegar a ello.
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